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Crónica de un viaje

Había llegado a Samarkanda siguiendo el rastro de un manuscrito, cuya misión era grabar impresiones y vivencias de un grupo intrépido de ciclistas y aventureros, hombres y mujeres, que recorrían la antigua Ruta de la Seda de Beijing a Estambul. Como los manuscritos encontrados a lo largo de la historia gloriosa de Samarkanda, fabricados en papel de seda, con un olor inconfundible, es éste el manuscrito digital, el testimonio de un periplo entre Samarkanda y Bujara, en compañía de este grupo de entusiastas y resilientes, provenientes de Estados Unidos, Canadá, Australia, Holanda, Reino Unido y un ciclista de Cataluña.

A estas alturas, llegado a Uzbekistán, Asia Central, el manuscrito había atravesado el Desierto de Gobi, llenándose de polvo y deshojándose con fuertes vientos en contra. Había pasado por las inmensas e interminables estepas de Mongolia y Kazajstán, con su bella capital Almaty, una de las diez ciudades más ricas del mundo. Había cruzado los altiplanos de Pamir y los riscos montañosos y verdes de Kirguistán, con sus lagos a 3.000 y 4.0000 metros de altura, y bordeando la frontera de Afganistán al recorrer los meandros del río Panj en Tayikistán.

 …Y llegó a mis manos en Samarkanda para enriquecerse con el olor y el color que este lugar mítico me prometía al emprender el viaje. Ante mis ojos, de repente, el esplendor. Impresionante. Mezquitas monumentales. Y, sin embargo, una fría artificialidad en madrasas y mausoleos sin vida.

Turistas y comerciantes pueblan los espacios detrás de las fachadas. Quizás como un pálido reflejo de lo que fue el centro de la Ruta de la Seda, cuando las caravanas de camellos recalaban en esa ciudad, conectando Oriente con Occidente.

Equidistante entre China y el Mediterráneo, Samarkanda es una las ciudades más antiguas del mundo aún habitadas. Sin embargo, allí el tiempo transcurre de cataclismo en cataclismo, de tabla rasa en tabla rasa. Cuando los mongoles destruyeron la ciudad en el siglo XIII, los barrios habitados se convirtieron en un montón de ruinas y de cadáveres. Toda la ciudad antigua, la Samarkanda de los selyuquíes, recubierta poco a poco por capas de arena superpuesta, no es más que una enorme meseta. Fue conquistada por los árabes, de gran importancia por haber sido quienes han traído el Islam a Asia Central y que extendieron desde allí el secreto de la fabricación del papel por el mundo; por los persas samánidas de quienes han heredado su patrimonio cultural y el idioma que hoy en día aún se habla en el seno de la mayoría de las familias; por los turcos selyuquíes, los avasallantes y destructores mongoles; y luego, en el siglo XIV por Amir Timur (Tamerlán) y sus descendientes, que la convirtieron en la capital de su Imperio, haciéndola florecer.

Hoy en día, tras terremotos devastadores, como el de 1897, se conserva este esplendor con constantes reconstrucciones, que no mantienen las líneas rectas y simétricas de los monumentales edificios, pero que evocan la hazaña de esta singular encrucijada de culturas y que esbozan la historia a partir de la sucesión de gobernantes despiadados y pueblos aterrorizados.

 Samarkanda, por encima de todo, tiene la magia de los nombres, como dijo la viajera Annemarie Schwarzenbach, y su plaza de Registán, que significa lugar de arena, es una de las más hermosas y majestuosas del mundo. Alrededor de esta plaza se yerguen tres monumentos, tres gigantescos conjuntos, torres, cúpulas, pórticos, altos muros totalmente adornados con minuciosos mosaicos, arabescos con reflejos de oro, de amatista, de turquesa y laboriosos escritos (Samarcanda, Amin Maalouf). Todo sigue siendo majestuoso, pero las torres están inclinadas, como un teatro grandioso que se resiste a los embates del tiempo y que añora las épocas gloriosas.

Deslumbrados nos adentramos en su interior con expectativas difícilmente superables…Y nos encontramos con patios, donde antes los estudiantes del Corán rezaban y se recreaban y que hoy simplemente se han reconvertido en espacios ocupados por tiendas y tenderetes, desinflando algo nuestras expectativas.

En el manuscrito, sin embargo, como última impresión queda plasmada la belleza de las fachadas de mosaicos de Samarkanda, sus amplios patios y la majestuosidad de sus mausoleos.

 Dejamos atrás la antigua capital de la Ruta de la Seda, donde se intercambiaron algo más que tejidos y víveres. Donde se mezclaron conocimientos y saberes de países lejanos y se expandió la cultura y la ciencia. Y tomamos rumbo a Bujara.

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A medio camino montamos el campamento en un campo de fútbol escolar, que a pesar de la época estival es refugio y recreo para los niños de la zona. A punto de ponerse el sol, toca desmontar una tienda plantada delante de una de las porterías y a hacer acopio de las últimas energías para jugar un partido de fútbol contra 14 niños después de un día aciago de agosto, bajo un sol inclemente, a 40ºC de temperatura y tras recorrer 126 km en bicicleta. Ganaron los niños, abandonaron el campo con jolgorio y los ciclistas se fueron a dormir para encarar otros 142 km antes de llegar a Bujara.

 Son tierras áridas. Desiertos de piedra y polvo. Campos verdes de agricultura bordeando las carreteras. Muchos campos de algodón, siendo Uzbekistán el segundo productor y exportador mundial después de Estados Unidos. El actual presidente de Uzbekistán, Mirziyoyev, más aperturista que el autoritario Karímov, que murió en 2016, ha abolido la esclavitud infantil en los campos de algodón. Hoy en día prácticamente todos los niños están escolarizados y gozan de su tiempo de recreo. En las escuelas, el idioma oficial es el uzbeko, el segundo idioma, el ruso, mientras que el idioma más común en el seno de las familias por estas latitudes es el farsi, el idioma persa.

 Llegamos a Bujara. Así como Samarkanda es hechizo azul, turquesa y oro, un bello juego caleidoscópico para la vista, Bujara es fascinación. Sus murallas y muros de color arena, ocre y naranja y sus bellas madrasas azules y verdes, te roban el aliento. Esta ciudad-oasis, con su historia milenaria, evoca el ambiente y el sabor de las Mil y Una Noches. En 1220, en plena expansión del imperio mongol, las huestes de Gengis Khan la arrasaron, igual que otras urbes de estas estepas, sin dejar piedra sobre piedra. Sin embargo, el mismo Gengis Khan ordenó salvar el minarete Kalon, un delicado fuste de mampostería de 47 metros de altura, desde donde, más tarde, se tiraron abajo a los malhechores.

Bujara tiene aún hoy el mismo color terroso que el desierto que la rodea. Y guarda una gran virtud: ser la ciudad más hermosa de la Ruta de la Seda.

En Bujara, el manuscrito se completa con seductoras imágenes de callejuelas, altivas fachadas de azulejos, una bulliciosa vida de mercaderes de alfombras persas, pañuelos de seda y tapices. Los atardeceres de la milenaria Bujara transcurren en el centro histórico alrededor de un estanque, donde se juega, se charla, se mezclan olores y aromas, restaurantes y terrazas. La exquisita hospitalidad de esta ciudad, que durante siglos ha sido hogar de judíos, zoroastrianos, musulmanes y sufíes, nos descubre un mundo de historias, relatos y leyendas. Al igual que en Samarkanda, allí se respira tolerancia. La gente acoge con amabilidad al extranjero. El Islam se presenta en su versión más moderada, a pesar de su cercanía a Afganistán. Observamos todo tipo de rasgos diferenciados en los rostros de la gente. Se utiliza el alfabeto cirílico y el latino.

dsc_0006 (1) En Bujara me despedí del ya reducido grupo de ciclistas. Dejé en manos del ciclista catalán el manuscrito para que lo enriqueciera con las experiencias acumuladas en el estado policial de Turkmenistán, en cuya capital, Ashgabat, de edificios de mármol, cristal y calles vacías, está prohibido tomar fotos, con las impresiones de un Irán en época de cambios, donde Donald Trump es un tema recurrente, porque la población sufre las sanciones, y con las emociones vividas en las colinas de Anatolia y la cosmopolita Estambul de la Turquía de Erdogan.